domingo, 4 de octubre de 2009

CRÓNICA DE UNA MUJER SOLA, por Josep Maria ALBAIGÈS


Buscando información sobre Alfonso XIII, que tenía un grave problema de halitosis, me he encontrado con el siguiente artículo de Josep M. Albaigès sobre los y las amantes de los Borbones. Si lo incluyo no es para que lo relacioneis con la actual prensa rosa o amarilla sino para que reflexionéis sobre el tema de hasta que punto la personalidad de un rey o de una reina y su vida privada pueden afectar o no a la historia y la vida de un país.

CRÓNICA DE UNA MUJER SOLA

"La de los tristes destinos" es el lema con que la Historia ha designado a Isabel II, esa infortunada mujer que de forma prematura se vio abocada a regir España. Su presencia en un momento especialmente difícil de nuestra historia, que exigía fuerzas muy superiores a la suya, la justifica de todos los errores que, como frágil mujer, cometió en su azarosa vida.

Ni la historia en el primer tercio del siglo XIX, ni la conducta de la corte española en esa época, resultaron buenos tutores para ella. Permítasenos un breve árbol genealógico que ilustrará cuanto vamos a relatar:

Carlos IV

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María Luisa de Parma

Fernando VII

Carlos María Isidro

Francisco de Paula

Carlos de Montemolín

Isabel II

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Francisco de Asís

Alfonso XII

La vida de la corte borbónica transcurría al filo del cambio de siglo XVIII-XIX entre fiestas, cacerías y temores por las nuevas ideas, especialmente tras la revolución en el vecino país, que se había cobrado varias cabezas reales. El bobalicón Carlos IV, siguiendo una lamentable tradición regia española, delegaba las funciones de gobierno en Manuel Godoy, un parvenu elevado a las máximas responsabilidades de gobierno sin otro mérito que haber agradado a los reyes... y especialmente a la reina, enérgica en las tareas de gobierno pero débil como mujer. A tal punto llegaba el escándalo palaciego que la visitante de la Corte lady Holland no se recató de comentar el "indecente parecido" de Francisco de Paula, el tercer hijo real, con el "Príncipe de la Paz", uno de los muchos títulos con que fue agraciado el favorito.

¡Oh, negra ingratitud! El caso es que, pese a todo ello, Godoy acarició la idea de reinar, y conspiró con Napoleón para destronar a Carlos IV y retirarse en el Algarbe portugués, futuro premio de su traición. Y también el joven Fernando, escandalizado por la conducta de su madre, conspiró igualmente contra el Príncipe de la Paz y contra su padre, con lo que la corte real parecía la venta de las aventuras quijotescas, donde todos atizaban a todos sin dejar cosa sana. El conflicto estalló finalmente por obra y gracia de la intervención napoleónica, y la familia real fue desterrada, pero tras la caída del corso volvió el infante convertido ya en Fernando VII, el Deseado. El nuevo rey, considerando que las nuevas ideas ya habían hecho bastantes estragos, se dedicó concienzudamente a liquidar todas las trazas posibles de liberalismo practicando la más drástica represión. También intentó asegurar su descendencia, y tras enviudar tres veces sin conseguirlo, ya viejo (cuarenta y cinco años, pero su vida había sido un tanto disipada), repitió una vez más casorio con su prima María Cristina de Nápoles. Y esta vez sonó la flauta.

El caso es que en España, desde el advenimiento de los Borbones, regía la Ley Sálica, que prohibía el acceso al trono a las hembras. Esta ley había sido derogada ya en 1790 por Carlos IV, pero, por razones no del todo claras, no se dio a la publicidad el decreto. Con la preñez de la reina en marcha el tiempo apremiaba, y Fernando promulgó la medida con cuarenta años de retraso, lo que provocaría el natural malestar en su hermano Carlos, que soñaba con la corona a raíz de los infecundos matrimonios del rey. Era el caso que las furias antiliberales de éste parecían pocas a los partidarios acérrimos del Ancien Régime, que arracimados en torno al hermano ultraconservador empezaron a ser llamados los carlistas, con lo que Fernando tuvo que acabar acentuando la política represiva según la consigna de "palo al burro blanco y palo al burro negro".

Y la inquina aumentó al nacer Isabel en 1830. ¡Una niña! ¡Y otra más, Luisa Fernanda, dos años más tarde! El achacoso rey falleció en 1833, dejando un grave problema sucesorio al país, que acabaría en guerra civil. La viuda real María Cristina, nombrada regente hasta la mayoría de edad de su hija Isabel, buscó su apoyo en los liberales, con lo que éstos accedieron por fin al poder, y el despechado Carlos, negándose a reconocer la derogación de la Ley Sálica, empezó la Primera Guerra Carlista, que horrorizó Europa por su duración y crueldad.

Ni que decir tiene que el pretexto sucesorio ocultaba un enfrentamiento más profundo entre dos concepciones distintas de España, todavía hoy no resueltas. La guerra trajo consigo la Desamortización y muchos otros problemas, pero no nos ocuparemos de ellos.

Volvamos pues a María Cristina, cuya conducta como viuda no fue del todo ejemplar, pues se apresuró a casarse en secreto (forma decente de amancebamiento) con el apuesto oficial Fernando Muñoz, a quien el pueblo conoció jocosamente como "Fernando VIII". Esto provocó no pocas dificultades protocolarias, especialmente cuando la reina se veía obligada a presidir actos oficiales en estado de ostensible gravidez. Éstos y otros motivos motivaron su alejamiento y sustitución en 1840 por Espartero, el primer espadón del siglo. Pero tampoco éste pudo hacerse con la situación, y tras un sanguinario bombardeo a Barcelona (cuyos restos eran visibles todavía hace poco en el patio de los Naranjos del Palau de la Generalitat) tuvo que exiliarse. Solución: anticipar la mayoría de edad de la princesita Isabel (¡trece años!) para poder proclamarla reina. Y, poco después, pensar en su matrimonio, que casi provoca una crisis europea por los deseos de las grandes potencias de mantener un equilibrio continental de poder.

Por otra parte, liquidada la guerra carlista con la victoria de los liberales, el hijo de Carlos, el de Montemolín, continuaba los pasos de su padre en un conato de nueva guerra que, si no puso el peligro el trono como la anterior, sirvió para demostrar que sus partidarios continuaban existiendo y la cuestión dinástica no estaba ni con mucho resuelta.

El tiempo apremiaba. El 3 de abril de 1846 un telegrama del embajador francés a su cuartel general en París aceleró las gestiones diplomáticas: "La reine est nubile depuis deux heures". Y el mismo año, el día en que Isabel II cumplía dieciséis, fue casada con su primo Francisco de Asís, con lo que se creyó dar por zanjado el problema carlista, ya que el de Montemolín carecía de descendencia sucesoria, por lo que las dos ramas reales se fundían en una sola. En el mismo día, su hermana Luisa, de catorce años, contraía también matrimonio con el duque de Montpensier, ambicioso intrigante con el ojo puesto en el trono español, con lo que se complementaba el "equilibrio europeo".

¡Pobres niñas, condenadas a sendos matrimonios de conveniencia para salvar el trono! Aunque la más desgraciada sería Isabel, quien, pese a su fogoso temperamento (sus escarceos con el general Serrano, otro "espadón", ya habían sido objeto de comentario), hubiera podido salvar su femineidad con un buen matrimonio. Pero, como ella misma declararía años más tarde a su camarera de confianza, "¿Qué le diré de un hombre que en su noche de bodas llevaba más encajes que yo?"

Isabel intentó diversificar su desilusión con otras ocupaciones: asistía por igual a las funciones de gala y a las religiosas, era generosa y sociable. Pero su fracaso nupcial condicionó toda su vida. Prosper Merimée, observador atento de la situación, vaticinó a un amigo que, si Francisco no aportaba descendencia, "la reine a bien des sujets fidèles qui la remplaceraient au besoin". Y así fue. Parece fuera de toda duda que el primero en penetrar en su cámara fue el citado Serrano, el "general bonito".

Sobrevino la crisis matrimonial. Francisco se apartó de Isabel, y ésta, embarazada, se halló en una difícil situación. Nueva crisis de gobierno, aparición de Narváez, otro "espadón" más... que consiguió finalmente la reconciliación de la reina con Francisco, siendo pagado por éste con un complot para destituirlo. La conjura fue abortada por el enérgico Narváez, que semiconfinó desde entonces al infeliz rey consorte.

Pero todo siguió igual. Los amantes se sucedían: Bédmar, el marqués de Arana... los periódicos publicaban puntualmente el parte sobre los últimos amores de la reina, y los ascensos otorgados a éstos como premio a "sus galantes expediciones a las residencias reales", no recatándose incluso en llamar a las armas como respuesta a la escandalosa conducta de la reina: "¿Es que no hay espadas en la tierra del Cid? ¿Es que no hay picas? ¿No hay piedras? ¡Arriba, españoles! ¡Muerte al favorito! ¡Viva la Constitución! ¡Viva la libertad!"

Por fin, tras varias hijas, nació en 1857 un varón, para alivio de los que temían un recrudecimiento de la cuestión dinástica. Pese a las mordaces declaraciones de la reina Victoria de Inglaterra ("Visto el peculiar matrimonio de Isabel, no hay necesidad alguna de cavilar sobre quién es el verdadero padre"), la cosa no estaba tan clara ni mucho menos: aunque la opinión pública apuntaba a un aguerrido teniente valenciano llamado Puig Moltó, otros no menos informados afirmaban "como hecho histórico innegable" la paternidad de un dentista estadounidense llamado McKeon, cuyas relaciones con la reina duraron casi un año.

Sea como fuere, al recién nacido (el Puigmoltejo) le fue impuesto el nombre de Alfonso y aceptado como Príncipe de Asturias. Esto supuso un frenazo importante para las ambiciones de Montpensier, pero éste era constante y siguió esperando su oportunidad.

Los años fueron haciendo más mística a Isabel. A medida que la sensual reina experimentaba graves crisis de conciencia, los amantes regios fueron simultaneándose con consejeros místicos, como la famosa sor Patrocinio, o el futuro san Antonio María Claret, que tanto sufrió por su extraño y ambiguo papel al lado de Isabel. Pero ello no impidió a ésta echar el ancla una vez más, y esta vez con insólita pertinacia, con un insoportable advenedizo, un tal Carlos Marfori, extraño Godoy de vía estrecha que intentó además dirigir la política española. Y esto aceleró la descomposición del régimen. El 18 de septiembre 1868 el almirante Juan Bautista Topete se sublevó en Cádiz. Un intento por parte del siempre oportunista Montpensier por sumarse a la revolución fue desechado, y la revolución Gloriosa se extendió por toda España. Isabel II, a la sazón veraneando en San Sebastián, tuvo que pedir apresuradamente asilo a Napoleón III... las tropas leales habían sido derrotadas en Alcolea por Serrano, su primer amor.

El día 30 Isabel salió de España, acompañada de Francisco Marfori y sus cinco hijos (de ella). Sus últimas palabras, mientras arrancaba el tren en el andén casi vacío, fueron de una extraña amargura: "Creí que tenía raíces más profundas en este país".

El resto es muy interesante, pero no pertenece ya a esta historia. La Gloriosa tuvo una vida breve, y se metió en diversos callejones sin salida: un breve monarca de una exótica dinastía, una dictadura, una república... Curiosamente, el "indecente parecido" jugó una mala pasada a la causa liberal al negarse los carlistas a aceptar la fusión de legitimidades considerando a Francisco de Paula como ilegítimo... con lo que llegó una nueva guerra carlista, demostrativa de que lo que se ventilaba no era una simple cuestión dinástica.

La solución vino de la mano de una restauración en la persona del joven Alfonso, "Rey Constitucional", que curiosamente casaría con su prima María de las Mercedes, hija de Montpensier: ¡al fin éste participó, de algún modo, en el trono español! Isabel II residió el resto de su vida en París rodeada de una extraña corte: Fernando Muñoz, Marfori, sor Patrocinio, Antonio María Claret... Según la emperatriz Eugenia, "nunca guardó rencor a nadie". Libre ya de la necesidad de guardar las formas, se separó de su marido, alternó diversiones con proclamas a sus seguidores y visitas al Papa en defensa de sus derechos dinásticos. La restauración en la persona de su hijo la consoló algo. Pero su apetito sexual (que la condesa de Cardigan llamaba "su dolencia constitucional") continuó insaciable: todavía a los setenta años ostentaba orgullosamente como secretario a un mostachudo caballero llamado Haltman. En 1904, tras una visita de la ex emperatriz Eugenia, se resfrió violentamente y falleció. Contaba setenta y cuatro años.

¿Qué decir, qué pensar sobre tan singular reina? La fama de sus excesos prevaleció en España, y se dice que en alguna algarada callejera antiborbónica su busto fue colocado en los urinarios públicos de hombres. Pero, olvidadas ya las pasiones del momento, los hijos de nuestra época, contemplando el rostro rollizo e inocentón de sus numerosos retratos, no podemos evitar pensar que quizá la historia fue demasiado rigurosa con una débil mujer condenada a no haber podido haberse realizado jamás como tal. No juzguéis, y no seréis juzgados. Isabel II será, para siempre, antes una mujer que una reina, y los errores de una no pueden hacer olvidar las angustias e infelicidad de la otra.


Josep M. Albaigès, Barcelona, diciembre 1987

http://www.albaiges.com/historia/mujersola.htm

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