CRÓNICA DE UNA MUJER SOLA
Ni la historia en el primer tercio del siglo XIX, ni la conducta de la corte española en esa época, resultaron buenos tutores para ella. Permítasenos un breve árbol genealógico que ilustrará cuanto vamos a relatar:
| | Carlos IV | = | María Luisa de Parma | |
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Fernando VII | | Carlos María Isidro | | | Francisco de Paula |
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│ | | Carlos de Montemolín | | | │ |
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Isabel II | ========= | ========= | = | ========= | Francisco de Asís |
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| | Alfonso XII | | | |
La vida de la corte borbónica transcurría al filo del cambio de siglo XVIII-XIX entre fiestas, cacerías y temores por las nuevas ideas, especialmente tras la revolución en el vecino país, que se había cobrado varias cabezas reales. El bobalicón
¡Oh, negra ingratitud! El caso es que, pese a todo ello, Godoy acarició la idea de reinar, y conspiró con Napoleón para destronar a
El caso es que en España, desde el advenimiento de los Borbones, regía la Ley Sálica, que prohibía el acceso al trono a las hembras. Esta ley había sido derogada ya en 1790 por
Y la inquina aumentó al nacer Isabel en 1830. ¡Una niña! ¡Y otra más, Luisa Fernanda, dos años más tarde! El achacoso rey falleció en 1833, dejando un grave problema sucesorio al país, que acabaría en guerra civil. La viuda real María Cristina, nombrada regente hasta la mayoría de edad de su hija Isabel, buscó su apoyo en los liberales, con lo que éstos accedieron por fin al poder, y el despechado
Ni que decir tiene que el pretexto sucesorio ocultaba un enfrentamiento más profundo entre dos concepciones distintas de España, todavía hoy no resueltas. La guerra trajo consigo la Desamortización y muchos otros problemas, pero no nos ocuparemos de ellos.
Volvamos pues a María Cristina, cuya conducta como viuda no fue del todo ejemplar, pues se apresuró a casarse en secreto (forma decente de amancebamiento) con el apuesto oficial Fernando Muñoz, a quien el pueblo conoció jocosamente como "Fernando VIII". Esto provocó no pocas dificultades protocolarias, especialmente cuando la reina se veía obligada a presidir actos oficiales en estado de ostensible gravidez. Éstos y otros motivos motivaron su alejamiento y sustitución en 1840 por Espartero, el primer espadón del siglo. Pero tampoco éste pudo hacerse con la situación, y tras un sanguinario bombardeo a Barcelona (cuyos restos eran visibles todavía hace poco en el patio de los Naranjos del Palau de la Generalitat) tuvo que exiliarse. Solución: anticipar la mayoría de edad de la princesita Isabel (¡trece años!) para poder proclamarla reina. Y, poco después, pensar en su matrimonio, que casi provoca una crisis europea por los deseos de las grandes potencias de mantener un equilibrio continental de poder.
Por otra parte, liquidada la guerra carlista con la victoria de los liberales, el hijo de Carlos, el de Montemolín, continuaba los pasos de su padre en un conato de nueva guerra que, si no puso el peligro el trono como la anterior, sirvió para demostrar que sus partidarios continuaban existiendo y la cuestión dinástica no estaba ni con mucho resuelta.
El tiempo apremiaba. El 3 de abril de 1846 un telegrama del embajador francés a su cuartel general en París aceleró las gestiones diplomáticas: "La reine est nubile depuis deux heures". Y el mismo año, el día en que Isabel II cumplía dieciséis, fue casada con su primo Francisco de Asís, con lo que se creyó dar por zanjado el problema carlista, ya que el de Montemolín carecía de descendencia sucesoria, por lo que las dos ramas reales se fundían en una sola. En el mismo día, su hermana Luisa, de catorce años, contraía también matrimonio con el duque de Montpensier, ambicioso intrigante con el ojo puesto en el trono español, con lo que se complementaba el "equilibrio europeo".
¡Pobres niñas, condenadas a sendos matrimonios de conveniencia para salvar el trono! Aunque la más desgraciada sería Isabel, quien, pese a su fogoso temperamento (sus escarceos con el general Serrano, otro "espadón", ya habían sido objeto de comentario), hubiera podido salvar su femineidad con un buen matrimonio. Pero, como ella misma declararía años más tarde a su camarera de confianza, "¿Qué le diré de un hombre que en su noche de bodas llevaba más encajes que yo?"
Isabel intentó diversificar su desilusión con otras ocupaciones: asistía por igual a las funciones de gala y a las religiosas, era generosa y sociable. Pero su fracaso nupcial condicionó toda su vida. Prosper Merimée, observador atento de la situación, vaticinó a un amigo que, si Francisco no aportaba descendencia, "la reine a bien des sujets fidèles qui la remplaceraient au besoin". Y así fue. Parece fuera de toda duda que el primero en penetrar en su cámara fue el citado Serrano, el "general bonito".
Sobrevino la crisis matrimonial. Francisco se apartó de Isabel, y ésta, embarazada, se halló en una difícil situación. Nueva crisis de gobierno, aparición de Narváez, otro "espadón" más... que consiguió finalmente la reconciliación de la reina con Francisco, siendo pagado por éste con un complot para destituirlo. La conjura fue abortada por el enérgico Narváez, que semiconfinó desde entonces al infeliz rey consorte.
Pero todo siguió igual. Los amantes se sucedían: Bédmar, el marqués de Arana... los periódicos publicaban puntualmente el parte sobre los últimos amores de la reina, y los ascensos otorgados a éstos como premio a "sus galantes expediciones a las residencias reales", no recatándose incluso en llamar a las armas como respuesta a la escandalosa conducta de la reina: "¿Es que no hay espadas en la tierra del Cid? ¿Es que no hay picas? ¿No hay piedras? ¡Arriba, españoles! ¡Muerte al favorito! ¡Viva la Constitución! ¡Viva la libertad!"
Por fin, tras varias hijas, nació en 1857 un varón, para alivio de los que temían un recrudecimiento de la cuestión dinástica. Pese a las mordaces declaraciones de la reina Victoria de Inglaterra ("Visto el peculiar matrimonio de Isabel, no hay necesidad alguna de cavilar sobre quién es el verdadero padre"), la cosa no estaba tan clara ni mucho menos: aunque la opinión pública apuntaba a un aguerrido teniente valenciano llamado Puig Moltó, otros no menos informados afirmaban "como hecho histórico innegable" la paternidad de un dentista estadounidense llamado McKeon, cuyas relaciones con la reina duraron casi un año.
Sea como fuere, al recién nacido (el Puigmoltejo) le fue impuesto el nombre de Alfonso y aceptado como Príncipe de Asturias. Esto supuso un frenazo importante para las ambiciones de Montpensier, pero éste era constante y siguió esperando su oportunidad.
Los años fueron haciendo más mística a Isabel. A medida que la sensual reina experimentaba graves crisis de conciencia, los amantes regios fueron simultaneándose con consejeros místicos, como la famosa sor Patrocinio, o el futuro san Antonio María Claret, que tanto sufrió por su extraño y ambiguo papel al lado de Isabel. Pero ello no impidió a ésta echar el ancla una vez más, y esta vez con insólita pertinacia, con un insoportable advenedizo, un tal
El día 30 Isabel salió de España, acompañada de Francisco Marfori y sus cinco hijos (de ella). Sus últimas palabras, mientras arrancaba el tren en el andén casi vacío, fueron de una extraña amargura: "Creí que tenía raíces más profundas en este país".
El resto es muy interesante, pero no pertenece ya a esta historia. La Gloriosa tuvo una vida breve, y se metió en diversos callejones sin salida: un breve monarca de una exótica dinastía, una dictadura, una república... Curiosamente, el "indecente parecido" jugó una mala pasada a la causa liberal al negarse los carlistas a aceptar la fusión de legitimidades considerando a Francisco de Paula como ilegítimo... con lo que llegó una nueva guerra carlista, demostrativa de que lo que se ventilaba no era una simple cuestión dinástica.
La solución vino de la mano de una restauración en la persona del joven Alfonso, "Rey Constitucional", que curiosamente casaría con su prima María de las Mercedes, hija de Montpensier: ¡al fin éste participó, de algún modo, en el trono español! Isabel II residió el resto de su vida en París rodeada de una extraña corte: Fernando Muñoz, Marfori, sor Patrocinio, Antonio María Claret... Según la emperatriz Eugenia, "nunca guardó rencor a nadie". Libre ya de la necesidad de guardar las formas, se separó de su marido, alternó diversiones con proclamas a sus seguidores y visitas al Papa en defensa de sus derechos dinásticos. La restauración en la persona de su hijo la consoló algo. Pero su apetito sexual (que la condesa de Cardigan llamaba "su dolencia constitucional") continuó insaciable: todavía a los setenta años ostentaba orgullosamente como secretario a un mostachudo caballero llamado Haltman. En 1904, tras una visita de la ex emperatriz Eugenia, se resfrió violentamente y falleció. Contaba setenta y cuatro años.
¿Qué decir, qué pensar sobre tan singular reina? La fama de sus excesos prevaleció en España, y se dice que en alguna algarada callejera antiborbónica su busto fue colocado en los urinarios públicos de hombres. Pero, olvidadas ya las pasiones del momento, los hijos de nuestra época, contemplando el rostro rollizo e inocentón de sus numerosos retratos, no podemos evitar pensar que quizá la historia fue demasiado rigurosa con una débil mujer condenada a no haber podido haberse realizado jamás como tal. No juzguéis, y no seréis juzgados. Isabel II será, para siempre, antes una mujer que una reina, y los errores de una no pueden hacer olvidar las angustias e infelicidad de la otra.
Josep M. Albaigès, Barcelona, diciembre 1987
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